Opinión
La amistad con ocasión del mes de septiembre
Por: José Julián Ñáñez Rodríguez
En este mes del amor y la amistad, es oportuno reflexionar sobre el significado profundo de esta última, en un mundo cada vez más conectado, pero paradójicamente más aislado. Desde la antigüedad, la amistad ha sido objeto de reflexión filosófica, y quizás hoy, más que nunca, necesitamos detenernos a pensar en la naturaleza de nuestros vínculos.
Para Aristóteles, la amistad virtuosa es el tipo de amistad más elevado, aquella que no se basa en la utilidad ni en el placer, sino en la reciprocidad y la búsqueda del bien del otro. Para el filósofo griego, la verdadera amistad requiere tres elementos esenciales: reciprocidad, semejanza y confianza. En su visión, la amistad auténtica es una relación entre iguales que se reconocen mutuamente como virtuosos y que desean el bien del otro por el otro mismo. Desde esta perspectiva es necesario advertir la singularidad de relación, pues «el que tiene muchos amigos no tiene amigos», hay un carácter de exclusividad que caracteriza a la verdadera amistad.
Esta idea cobra relevancia cuando observamos las redes sociales, donde es común tener cientos o incluso miles de «amigos» virtuales. Sin embargo, ¿cuántas de estas conexiones cumplen realmente con los criterios aristotélicos de amistad virtuosa? La amistad profunda requiere tiempo, atención y cuidado mutuo, recursos que son limitados por naturaleza. No es posible mantener el nivel de compromiso, reciprocidad y confianza que caracteriza a la verdadera amistad con un número ilimitado de personas.
En un mismo sentido de la reflexión, siglos más tarde, Friedrich Nietzsche ofrece una perspectiva que, aunque distinta, comparte algunas similitudes con la visión aristotélica. Para él, la verdadera amistad también va más allá de lo meramente útil o placentero. Sin embargo, Nietzsche enfatiza el aspecto desafiante de esta relación, pues afirma que «en tu amigo debes tener tu mejor enemigo», sugiriendo que el verdadero amigo es aquel que nos empuja a superar nuestros límites, que cuestiona nuestras certezas y que nos impulsa hacia nuestro mejor yo.
Es interesante contrastar estas visiones con la famosa frase atribuida a Aristóteles: «¡Oh amigos, no hay amigos!». Sin embargo, una interpretación más matizada, inspirada en el Aforismo 376 «Humano, demasiado humano» de Nietzsche, podría ser: «Oh amigos imperfectos, no hay amistad perfecta». Esta perspectiva reconoce la naturaleza humana y falible de la amistad, sin por ello negar su valor o posibilidad. Nos invita a ver la amistad como un ideal al que aspirar, reconociendo al mismo tiempo las limitaciones y desafíos inherentes a toda relación humana.
Por su parte, Jacques Derrida, en su obra «Políticas de la amistad», nos invita a repensar este concepto más allá de las nociones tradicionales de similitud y proximidad, pues cuestiona la idea arraigada de que la amistad deba basarse necesariamente en la semejanza. En su lugar, propone una concepción que implica una apertura hacia las tensiones entre la diferencia, lo desconocido y el respeto a la alteridad. Para Derrida, la verdadera amistad podría ser aquella que nos desafía a abrazar lo otro, lo diferente, en un acto de hospitalidad.
La amistad, tal como la conciben Aristóteles, Nietzsche o Derrida, no es un medio para un fin, como comúnmente se percibe en nuestros días bajo una óptica utilitarista donde las relaciones a menudo se valoran por sus beneficios prácticos o ventajas sociales. Por el contrario, estos filósofos nos invitan a ver la amistad como un fin en sí mismo, una relación que nos enriquece y nos transforma más allá de cualquier ganancia material o social.
Dicha exploración filosófica nos debe llevar entonces a cuestionar el origen mismo de nuestras relaciones. ¿Es la amistad, como sugiere Aristóteles, un reflejo y un vehículo de la virtud? ¿O como propone Nietzsche, una fuerza desafiante que nos empuja hacia la autosuperación? ¿Podemos concebir, siguiendo a Derrida, una amistad que trascienda la lógica de la identidad y abrace a la alteridad?
Estas preguntas, más allá de ser abstracciones filosóficas, son una clara provocación para repensar este vínculo de forma más auténtica y profunda, como algo más allá de una simple relación social. Pues la Amistad nos ofrece un camino para el crecimiento, la comprensión mutua y la construcción de un mundo más humano. En un contexto donde las conexiones superficiales abundan, quizás sea más que necesario redescubrir y cultivar la amistad en un sentido profundo.
Ahora bien, es precisamente en el ámbito universitario donde podemos encontrar un terreno fértil para la materialización de estas ideas filosóficas sobre la amistad. El principio de semejanza aristotélico se manifiesta en el interés compartido por el conocimiento. De igual forma, la visión desafiante de Nietzsche se refleja en el constante cuestionamiento y formación integral que caracteriza la vida académica. Finalmente, la apertura a la alteridad propuesta por Derrida se vive en la diversidad de perspectivas, voces y disciplinas que coexisten en el campus.
Así, en este septiembre, el verdadero desafío para la comunidad universitaria, y para todos nosotros, no es simplemente celebrar nuestras relaciones, sino examinarlas críticamente y comprometernos a cultivar amistades que verdaderamente nos enriquezcan y nos transformen. Reconociendo la imperfección inherente a toda relación humana, podemos aspirar a una amistad que, aunque no perfecta, sea genuina, desafiante y transformadora, tanto en nuestras vidas personales como en nuestros espacios académicos y profesionales.