Opinión
La gratitud
Por: José Julián Ñáñez Rodríguez – director del Doctorado en Ciencias de la Educación de la UT y Alejandra Barrios Rivera – magíster en Educación.
Diciembre suele presentarse como un mes donde la gratitud se convierte en un imperativo social y comercial. Sin embargo, más allá de la retórica sentimental que caracteriza esta época, resulta fundamental examinar críticamente este concepto que ha sido objeto de múltiples interpretaciones a lo largo de la historia.
La gratitud, como concepto filosófico y práctica social, ha sido objeto de profundo análisis desde la antigüedad. Cicerón la consideraba «la madre de todas las virtudes», Profundizando en esta línea, Séneca dedicó su obra magna «De Beneficiis» a explorar su naturaleza. En esta obra monumental, el filósofo estoico desarrolla una teoría compleja sobre la gratitud, argumentando que es una virtud que requiere tres movimientos esenciales: el reconocimiento del don recibido, la expresión sincera del agradecimiento y, fundamentalmente, la disposición a retribuir no por obligación sino por convicción moral. Para Séneca, la gratitud no es un mero acto social sino una disposición del alma que nos hace verdaderamente humanos.
En la actualidad, el filósofo contemporáneo Robert Emmons (2004) sostiene que la gratitud implica dos componentes esenciales: el reconocimiento de haber recibido algo valioso y la identificación de una fuente externa para ese beneficio. Del mismo modo, Marcel Mauss (1925) en su ‘Ensayo sobre el don’ la describe como un fenómeno social total que implica dimensiones morales, económicas y espirituales, involucrando una consciencia aguda de nuestra interdependencia como seres humanos. Este reconocimiento involucra una consciencia aguda de nuestra interdependencia como seres humanos y una comprensión de que muchos de los bienes que disfrutamos —materiales e inmateriales— provienen de fuentes que exceden nuestro control o merecimiento individual.
Por otro lado, en el plano de la interacción social cotidiana, el «gracias» se ha convertido en un gesto automatizado, una convención social que, aunque necesaria para la convivencia, a menudo carece de la profundidad que caracteriza a la gratitud genuina. El sociólogo Erving Goffman (1959) analiza estas expresiones de cortesía como «rituales de interacción» que, si bien facilitan el orden social, pueden vaciarse de significado real, convirtiéndose en meros actos performativos que responden a expectativas culturales más que a un sentimiento auténtico de reconocimiento.
Sin embargo, en el contexto del capitalismo tardío, autores como Eva Illouz (2008) señalan cómo la gratitud se ha convertido en una mercancía más dentro de la industria del desarrollo personal. Este proceso de mercantilización representa quizás la transformación más radical del concepto de gratitud en la historia: de virtud moral a producto de consumo, de experiencia existencial a técnica de autoayuda. La ironía reside en que, al intentar «vender» la gratitud como solución universal para el bienestar personal, el mercado termina vaciándola precisamente de aquello que la hace valiosa: su carácter espontáneo y genuino. La psicología positiva, representada por figuras como Martin Seligman, ha promovido la gratitud como una práctica terapéutica, mientras que investigadores críticos como Barbara Ehrenreich (2009) han demostrado cómo esta perspectiva puede derivar en una «tiranía del pensamiento positivo» que culpabiliza a quienes no mantienen una actitud agradecida ante la adversidad.
Sara Ahmed (2010) ofrece una perspectiva reveladora al analizar cómo la obligación de mostrar gratitud se convierte en una forma de control social, particularmente efectiva sobre grupos marginalizados. La expectativa de gratitud, argumenta Ahmed, funciona como un mecanismo disciplinario que naturaliza las desigualdades existentes. Por su parte, Arlie Hochschild (2012) señala cómo las empresas han incorporado la gratitud a sus estrategias de gestión emocional, convirtiendo el agradecimiento en una forma de trabajo afectivo no remunerado.
Estas tensiones contemporáneas nos invitan a buscar una comprensión más profunda y matizada de la gratitud, una que reconozca tanto su potencial transformador como sus posibles distorsiones. En este sentido, la poesía, con su capacidad para capturar las paradojas de la experiencia humana, nos ofrece una perspectiva reveladora. Jorge Luis Borges, en su «Otro poema de los dones», explora la gratitud no como una obligación social ni como una técnica de superación personal, sino como un acto de reconocimiento que abarca tanto la belleza como la complejidad de la existencia. En sus versos, la gratitud emerge como una forma de consciencia que no rehúye las contradicciones:
Gracias quiero dar al divino
Laberinto de los efectos y de las causas
Por la diversidad de las criaturas
Que forman este singular universo,
Por la razón, que no cesará de soñar
Con un plano del laberinto,
Por el rostro de Elena y la perseverancia de Ulises,
Por el amor, que nos deja ver a los otros
Como los ve la divinidad…
Sus versos nos recuerdan que la gratitud auténtica no puede ser ni una imposición social ni una técnica de autoayuda, sino una forma de lucidez que reconoce tanto los dones como las contradicciones de nuestra existencia en el ‘divino laberinto’ de la vida.
Referencias:
Ahmed, S. (2010). The promise of happiness. Duke University Press.
Ehrenreich, B. (2009). Bright-sided: How positive thinking is undermining America. Metropolitan Books.
Emmons, R. A., & McCullough, M. E. (2004). The psychology of gratitude. Oxford University Press.
Goffman, E. (1959). The presentation of self in everyday life. Doubleday.
Hochschild, A. R. (2012). The managed heart. University of California Press.
Illouz, E. (2008). Saving the modern soul. University of California Press.
Mauss, M. (1925). Ensayo sobre el don. Katz Editores.