Opinión
El Arte de Escribirnos

Por: José Julián Ñáñez Rodríguez – director del Doctorado en Ciencias de la Educación de la UT y Alejandra Barrios Rivera – magíster en Educación.
El acto de vivir constituye una escritura perpetua donde cada experiencia deja su huella indeleble en el manuscrito de nuestra existencia. La metáfora de la vida como un libro, más allá de un recurso literario, representa una aproximación filosófica a la comprensión de la naturaleza narrativa humana; somos, fundamentalmente, textos en constante proceso de edición.
Al escribir nuestra historia, como sugiere Borges (1960), trazamos un laberinto de líneas que terminan dibujando nuestro propio rostro. Cada página se nutre tanto de la experiencia propia como de las resonancias de otras vidas, otros relatos, otras historias. Nuestras páginas se esbozan con el café de la mañana, la llamada que no hacemos, el abrazo que damos o negamos; cada acto cotidiano modela la narrativa personal que construimos.
Esta concepción encuentra resonancia en el pensamiento de Derrida (1967), quien en «De la grammatologie» propone que cada historia humana contiene significados que se superponen y contradicen, creando una red de sentidos inagotable. De esta manera, no existe una interpretación definitiva, se revela la riqueza de múltiples lecturas que emergen con cada nuevo acercamiento a nuestro texto vital.
Esta multiplicidad interpretativa se enriquece con la visión de Montaigne (1580), quien concibe el vivir como un ejercicio continuo de autoexploración y creación. De esta forma, narrar la propia experiencia trasciende el mero registro de acontecimientos; constituye, en esencia, un proceso activo de autoconocimiento y transformación. Así, la bitácora de nuestra travesía no es solo un ejercicio de memoria para convertirse en un acto de creación y descubrimiento donde cada nueva página modifica la percepción de todas las anteriores (Ángeles-Cerón, 2023).
Dicha relación entre el vivir y el narrar la ilumina María Zambrano (1950) al señalar que la escritura no responde a una necesidad literaria; brota del imperativo que tenemos de expresarnos, de ser mostrados. Pues, en su ejercicio de creación, el ser humano plasma versiones diferentes de sí mismo que le permiten configurar su devenir desde otras perspectivas posibles. Esta aprehensión del acto creativo como manifestación sustancial refuerza nuestra condición de autores y personajes simultáneos.
Al aproximarse el año venidero, surge una pregunta fundamental: ¿somos conscientes de nuestro papel como autores, lectores y editores de nuestro propio relato? La verdadera transformación no reside en la formulación de propósitos efímeros, radica en el compromiso profundo con la composición consciente de nuestra historia. Este ejercicio de autoría responsable implica reconocer que cada decisión, cada gesto, cada silencio modifica no solo el presente, sino la percepción misma del pasado y las posibilidades del futuro.
Esta consciencia de nuestra capacidad creadora se extiende más allá de lo personal; somos, inevitablemente, coautores en las historias de quienes nos rodean. Cada interacción, cada palabra pronunciada u omitida contribuye al tejido narrativo de la otredad. Esta responsabilidad, lejos de paralizarnos, nos invita a comprender que, así como nuestro texto se enriquece con otras voces, también participamos en la edificación de otras biografías; conformamos, en esencia, una red de historias interconectadas que se nutren y transforman mutuamente.
En este proceso de escritura y reescritura primordial, el pensamiento de Miguel de Unamuno nos invita a pensar en que cada ser humano es siempre el primer ser ante su propia existencia; el mundo comienza a construirse perpetuamente a partir de nosotros, a veces incluso contra nuestras expectativas, pero nunca sin nuestra participación activa en su narración. Por eso cada página de nuestra historia se presenta como un constante discernimiento de lo que creemos establecido, transformando nuestra comprensión de la existencia misma.
Más que hacer promesas grandilocuentes o pretender borrar capítulos incómodos, debemos aprender a ser mejores editores de nosotros mismos: más honestos con nuestras contradicciones, más valientes en las decisiones, más compasivos con nuestros errores. Esta labor requiere reconocer que somos simultáneamente la pluma que compone, el texto que se erige y el lector que interpreta; una trinidad inseparable en el acto de crear.
Este nuevo año que se aproxima no representa una página en blanco -pues ningún relato parte realmente de cero-, sino como un momento privilegiado para asumir con mayor consciencia nuestra labor como editores. En este manuscrito que somos, cada día ofrece la posibilidad de una obra más auténtica, de una lectura más profunda, de una edición más honesta de quienes hemos sido y de quienes aspiramos a ser.
Bibliografía
- Ángeles-Cerón, F. J. (2023). Educación, escritura y existencia en Miguel de Unamuno. Sophia, Colección de Filosofía de la Educación, (35), 125-157. https://doi.org/10.17163/soph.n35.2023.04
- Borges, J. L. (1960). El Hacedor. Emecé Editores.
- Derrida, J. (1967). De la grammatologie. Paris: Les Éditions de Minuit.
- Montaigne, M. (1580). Essais. Bordeaux: Simon Millanges.
- Zambrano, M. (1950). Hacia un saber sobre el alma. Buenos Aires: Losada.