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Opinión

La calma

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Por: José Julián Ñáñez Rodríguez – director del Doctorado en Ciencias de la Educación de la UT y Alejandra Barrios Rivera – magíster en Educación

La vida moderna se desenvuelve en un ritmo frenético de calles congestionadas, jornadas laborales extendidas y el incesante sonar de notificaciones en nuestros dispositivos. Este ruido externo se mezcla con el zumbido constante de nuestras mentes, siempre en busca de la próxima tarea, el próximo logro, la próxima meta. En este torbellino de actividad perpetua, la velocidad y la multitarea se han convertido en imperativos categóricos de nuestra época. Parafraseando a Kant, nos vemos obligados a actuar como si la máxima de nuestras acciones debiera ser «haz más, con mayor celeridad».

Irónicamente, a pesar de los innumerables avances tecnológicos diseñados para simplificar nuestras vidas, nos sentimos más agitados que nunca. Pues, este mandato tácito de productividad constante permea cada aspecto de nuestras vidas, desde el ámbito laboral hasta nuestras relaciones personales, dejándonos exhaustos y desconectados.

Séneca, en su obra «Sobre la brevedad de la vida», ya advertía hace casi dos milenios sobre los peligros de una existencia apresurada: «No es que tengamos poco tiempo, sino que perdemos mucho; la vida es suficientemente larga y se nos ha dado generosamente si se la distribuye». Esta reflexión resuena hoy con una actualidad sorprendente, pues vivimos bajo la tiranía de la prisa. Esta cultura de la rapidez no solo afecta nuestra productividad, sino que también tiene consecuencias profundas en nuestra salud mental y física: el estrés crónico, la ansiedad y el burnout se han convertido en males endémicos de nuestro tiempo.

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En esta vorágine de actividad incesante, no solo nos exponemos a estos males, sino que también nos privamos de los beneficios de la calma; el conocimiento, por ejemplo,  necesita de pausa y reflexión para llegar a la aplicación y, más aún, para llegar a la creación. Igualmente, el aprendizaje se madura, y eso requiere de tiempo. Al negar estos espacios de quietud, estamos limitando nuestra capacidad de comprensión profunda, de innovación y de crecimiento personal.

Frente a este panorama, las palabras de Alan Watts, filósofo que tendió puentes entre el pensamiento oriental y occidental, adquieren una relevancia particular. Watts nos invita a reconsiderar nuestra relación con el tiempo a través del concepto del «eterno ahora». Esta idea desafía nuestra obsesión por la linealidad temporal y la postergación constante de la vida, recordándonos que la única realidad que tenemos es el presente.

Del mismo modo, esta cultura de la prisa no solo afecta nuestro bienestar individual, sino que tiene implicaciones más amplias. Martha Nussbaum, en su enfoque de las capacidades, subraya la importancia de las condiciones que permiten a las personas vivir vidas plenas y significativas. Sin embargo, bien cabría preguntarnos, ¿cómo podemos desarrollar nuestras capacidades humanas fundamentales si estamos constantemente agobiados por la presión de hacer más en menos tiempo?

Esta presión constante por la productividad ha llevado a una transformación profunda en la estructura de nuestra sociedad. El filósofo surcoreano Byung-Chul Han argumenta que hemos pasado de una «sociedad disciplinaria» a una «sociedad del rendimiento». En el antiguo modelo, las normas y restricciones externas controlaban el comportamiento. Ahora, en cambio, hemos internalizado estas demandas. Ya no es un capataz externo quien nos exige más, sino que nos hemos convertido en nuestros propios explotadores, impulsados por una idea distorsionada de libertad y autorrealización. La búsqueda incesante de productividad se ha convertido en nuestra propia prisión, una jaula invisible pero no menos restrictiva.

La calma, en el siglo XXI, emerge no como una simple pausa en la actividad, sino como una afirmación de nuestra humanidad frente a las demandas deshumanizantes de la sociedad moderna. Es un acto de rebeldía consciente, una declaración de que somos más que engranajes en la maquinaria de la productividad. Por ende, necesitamos reclamar nuestro derecho a la reflexión, al silencio, a la contemplación. Cultivar la calma es, en última instancia, un acto político que tiene el poder de transformar no solo nuestras vidas individuales, sino la sociedad en su conjunto, en un mundo que nos empuja constantemente hacia la acción frenética.