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Opinión

Habitar el desarraigo: La experiencia migratoria

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Por: José Julián Ñáñez Rodríguez – director del Doctorado en Ciencias de la Educación de la UT y Alejandra Barrios Rivera – magíster en Educación.

El fenómeno migratorio contemporáneo constituye uno de los procesos más complejos de nuestra era globalizada. Según el Informe sobre las Migraciones en el Mundo de 2024, aproximadamente 281 millones de personas son migrantes internacionales, un incremento sustancial frente a los 117 millones registrados en 2022. Estas cifras, aunque aproximadas, revelan la magnitud de un fenómeno cuyas causas son tan diversas como las experiencias de quienes lo protagonizan.

Las motivaciones que impulsan la migración varían considerablemente: desde la búsqueda de mejores oportunidades económicas y educativas, hasta el desplazamiento forzado por conflictos armados, persecución política, violencia generalizada o catástrofes ambientales. Esta heterogeneidad nos advierte contra las simplificaciones que tienden a homogeneizar las experiencias migratorias bajo categorías rígidas. Sin embargo, más allá de esta diversidad causal, existe un denominador común que atraviesa toda experiencia migratoria: la reconfiguración del vínculo con el territorio y sus implicaciones existenciales.

Como señala Arendt (2006) en su análisis sobre la condición de extranjería, lo verdaderamente significativo no es solo la pérdida del lugar de origen, sino la dificultad para reconstruir ese tejido vital en un nuevo contexto. Por un lado encontramos la ruptura con el mundo conocido y sus referentes simbólicos; por otro, la compleja tarea de tejer nuevas redes de significado en un entorno donde los códigos culturales, lingüísticos y sociales resultan inicialmente ajenos.

El migrante contemporáneo enfrenta así lo que Sayad (2010) denomina una «doble ausencia»: físicamente ausente de su comunidad de origen, pero también simbólicamente ausente -o incompletamente presente en- la sociedad receptora. Esta condición genera una tensión permanente entre el arraigo y el desarraigo, entre la preservación de la identidad cultural originaria y la adaptación a nuevos códigos socioculturales. Bourdieu y Sayad (2017) documentaron esta tensión al estudiar comunidades migrantes en Francia, constatando cómo las prácticas culturales, religiosas, gastronómicas, lingüísticas, entre otras, funcionan simultáneamente como refugio identitario y como marcadores de diferencia en el contexto de acogida.

Esta tensión se manifiesta cotidianamente cuando los migrantes recrean microsociedades que reproducen sus costumbres originarias, estableciendo lo que Appadurai (2001) denomina «etnopaisajes» en medio de sociedades receptoras. Este fenómeno es evidente en la configuración de barrios étnicos en grandes urbes mundiales, como Chinatown en Nueva York, Little Havana en Miami o el Barrio Turco en Berlín. La preservación de la religión, los hábitos alimentarios o las festividades tradicionales constituye tanto una estrategia de supervivencia psicológica como un mecanismo de resistencia cultural frente a la homogeneización. Estas prácticas representan no solo un vínculo con el pasado, sino también formas de recrear un sentido de pertenencia en contextos donde la integración plena suele ser un proceso complejo y prolongado.

El encuentro entre los migrantes y las sociedades receptoras genera dinámicas que oscilan entre la hospitalidad y el rechazo. La aporofobia, concepto acuñado por Cortina (2017), resulta particularmente útil para comprender la especificidad de ciertos rechazos: «no se rechaza tanto al extranjero como al pobre» (p. 23). Esta discriminación selectiva se evidencia en la aceptación diferencial de migrantes según su capital económico, social y cultural. Según el Informe sobre las Migraciones (2024), la percepción social y política de la migración varía considerablemente dependiendo del nivel socioeconómico y la procedencia geográfica de los migrantes, revelando cómo la xenofobia contemporánea entreteje prejuicios étnicos, clasismo y nacionalismo. Como analiza Bauman (2016), los migrantes económicamente vulnerables son frecuentemente convertidos en chivos expiatorios de crisis socioeconómicas, generando narrativas que los presentan como amenaza al bienestar, la identidad cultural o la seguridad.

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Uno de los aspectos más críticos del fenómeno migratorio es la condición de apatridia o irregularidad administrativa que afecta a millones de personas. Según datos de la OIM (2024), al menos 10 millones de personas carecen de nacionalidad reconocida, lo que, siguiendo el análisis de Arendt (2006), equivale a la expulsión de la comunidad política y, por extensión, a la privación del «derecho a tener derechos». Esta condición paradójica ilustra las contradicciones del sistema internacional contemporáneo: mientras se proclama la universalidad de los derechos humanos, su garantía efectiva continúa dependiendo de la pertenencia a una comunidad política específica.

Kant, en su ensayo “La paz perpetua” propuso el principio de hospitalidad universal como fundamento para una ciudadanía cosmopolita, argumentando que todo ser humano tiene derecho a no ser tratado con hostilidad al llegar al territorio de otro. Sin embargo, la fortificación de fronteras, la criminalización de la migración irregular y la proliferación de centros de detención para migrantes evidencian la disparidad entre la movilidad garantizada a ciudadanos de países desarrollados y las restricciones impuestas a aquellos provenientes de regiones empobrecidas; lo que constituye quizás la negación más flagrante de aquel principio de hospitalidad esencial para una paz duradera entre las naciones.

Los 281 millones de migrantes internacionales representan, en este sentido, no un «problema» a resolver mediante políticas securitarias, sino el síntoma de contradicciones sistémicas más profundas: la distribución desigual de recursos, oportunidades y derechos; la persistencia de relaciones coloniales y neocoloniales que perpetúan la dependencia económica; y la crisis ecosocial que amenaza la habitabilidad de territorios enteros.

La experiencia migratoria contemporánea nos confronta así con preguntas radicales sobre justicia global, pertenencia política y dignidad humana. Frente a los discursos que naturalizan la exclusión y el rechazo, urge construir paradigmas alternativos que reconozcan la interconexión fundamental entre territorios, poblaciones y destinos colectivos. La posibilidad de habitar dignamente la tierra —cualquier tierra— constituye no solo un derecho humano fundamental, sino la condición de posibilidad para una comunidad política genuinamente universal. No se trata meramente de «gestionar» los flujos migratorios, sino de transformar radicalmente las estructuras que convierten la movilidad humana en experiencia traumática de desarraigo y vulnerabilidad. Solo así podremos avanzar hacia un mundo donde el destierro deje de ser destino para millones de seres humanos.

Referencias

Appadurai, A. (2001). La modernidad desbordada: Dimensiones culturales de la globalización. Fondo de Cultura Económica.

Arendt, H. (2006). Los orígenes del totalitarismo. Alianza Editorial.

Bauman, Z. (2016). Extraños llamando a la puerta. Paidós.

Bourdieu, P., & Sayad, A. (2017). El desarraigo: La violencia del capitalismo en una sociedad rural (2ª ed.). Siglo XXI.

Cortina, A. (2017). Aporofobia, el rechazo al pobre: Un desafío para la democracia. Paidós.

Kant, I. (2005). Sobre la paz perpetua. Tecnos. (Obra original publicada en 1795)

Organización Internacional para las Migraciones. (2024). Informe sobre las Migraciones en el Mundo 2024. OIM.

Sayad, A. (2010). La doble ausencia: De las ilusiones del emigrado a los padecimientos del inmigrado. Anthropos.