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Opinión

¡POR FAVOR!

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Por: Valentina Giraldo

Fueron las palabras que seguramente gritó Anderson Arboleda, el joven Afro de 24 años asesinado por miembros de la Policía Nacional en el municipio de Puerto Tejada el pasado 22 de mayo; y también fueron las palabras que pronunció en la madrugada de hoy Javier Ordóñez. 

Un abogado de 46 años que, tras haber sido partícipe de una riña, y acudiendo uniformados de esta institución al Barrio Santa Cecilia de la localidad de Engativá donde ocurrieron los hechos, fue sometido a múltiples torturas. Entre ellas, las descargas de una pistola de electrochoques, también conocidas como pistolas Taser. Esto quedó registrado en vídeo, y aunque posteriormente el ciudadano Ordóñez fue trasladado a un centro asistencial, su cuerpo no resistió y allí falleció.

Pero los casos de Anderson Arboleda y Javier Ordóñez son sólo ejemplos visibles de los miles que ocurren en silencio a manos de la Fuerza Pública, en aquellos lugares donde no hay un tercero grabando; donde no hay una voz que denuncie el uso desmedido de la fuerza; donde no hay quién escuche los reclamos de un pueblo maltratado por aquellos que han jurado protegerlos.

Es entonces inevitable preguntarse por qué sucede esto; y aunque mucho ha insistido el Gobierno Nacional, los altos mandos de la Institución y todos aquellos empecinados en defender la honorabilidad de la misma, al decir que estos son “casos aislados” o “manzanas podridas”, lo cierto es que ha habido sistematicidad en el actuar de sus adscritos, quienes por mucho tiempo han estado envueltos en escabrosos episodios de esta índole.

Así, resulta evidente que las múltiples violaciones a los Derechos Humanos de la comunidad por parte de la Policía General de la Nación, responde a un problema estructural y de formación a nivel colectivo e individual. Es decir que existen fallas generalizadas en cuanto a educación y conocimiento de los límites de sus funciones; así como del respeto por los derechos fundamentales de todas las personas, que permitan prevenir y erradicar la violencia homicida institucionalizada.

De otro lado, la falla del nivel individual de los uniformados se integra con los filtros existentes para pertenecer a este organismo; pues debemos cuestionarnos quiénes lo integran y porqué alguien a quien legítimamente se la otorgado el uso de la fuerza, dentro de unos parámetros de legalidad, y en uso de su autonomía, decide asesinar a sangre fría a un individuo que, tendido en el suelo, clama por su vida.

Por último, recordemos la indignación que suscitó a nivel nacional e internacional el reciente asesinato del norteamericano George Floyd en las mismas condiciones de los colombianos en mención; y observemos en comparación la pasiva y cómplice calidad de espectadores resignados, tanto de quienes hoy nos enteramos de lo sucedido, como de quienes sin intentar socorrerle, grabaron el trágico momento.

¿Cuántos más Anderson Arboleda, cuántos más Javier Ordóñez necesitamos para que nos duela como les dolió George Floyd, y actuemos en consecuencia?