miércoles, 12 de noviembre de 2025 07:56

Connect with us

Opinión

Cultura Académica y Cultura Educativa

Published

on

Por: José Julián Ñáñez Rodríguez – director del Doctorado en Ciencias de la Educación de la UT y Alejandra Barrios Rivera – magíster en Educación.

¿Dónde comienza y dónde termina la cultura educativa? La pregunta nos conduce a la complejidad de los procesos mediante los cuales las sociedades forman sujetos, comparten saberes y construyen sentidos colectivos. Lo educativo no se reduce a las aulas ni a las instituciones universitarias; atraviesa la vida cotidiana y se expresa en múltiples espacios y temporalidades. El abuelo que enseña a cultivar, el taller barrial donde jóvenes aprenden un oficio, el consultorio comunitario donde circulan conocimientos sobre salud o el seminario doctoral que debate epistemologías contemporáneas; todas estas escenas pertenecen al vasto territorio de la cultura educativa, aunque solo algunas se inscriben dentro de lo que llamamos cultura académica. Comprender esta diferencia —que no implica jerarquía, sino especificidad— resulta esencial para pensar los procesos formativos en sociedades tan diversas como la colombiana.

La cultura educativa abarca el conjunto de prácticas, valores y conocimientos mediante los cuales las comunidades humanas forman sujetos en ámbitos formales, no formales e informales. Dentro de ella, la cultura académica constituye una modalidad específica caracterizada por la sistematización disciplinar, la construcción especializada del conocimiento, la validación por pares y los rituales institucionales propios de las universidades y centros de investigación.

En este sentido, Benítez-Restrepo (2020), señala que estos procesos se inscriben en coyunturas políticas, sociales y culturales que les otorgan sentido. Sin embargo, la educación, entendida como praxis de humanización (Freire, 1970), trasciende los límites institucionales y se manifiesta en múltiples escenarios sociales. En esa misma dirección, Santos (2024) propone la ecología de saberes como resistencia al epistemicidio que ha acompañado los proyectos coloniales. En Colombia, comunidades indígenas, campesinas y urbanas tejen conocimientos sobre territorio, oficios y ciudadanía, configurando así diversas expresiones de cultura educativa que enriquecen y desafían la lógica académica tradicional.

Dentro de este amplio panorama, la cultura académica presenta rasgos distintivos. Pierre Bourdieu (1984) la analizó como un campo social con lógicas propias, formas específicas de capital cultural y luchas por la autoridad científica. Michel Foucault (1970) mostró cómo las instituciones educativas, incluida la universidad, funcionan como espacios donde se ejercen relaciones de poder mediante la normalización y jerarquización de saberes y sujetos. La disciplina científica posee siempre, además de un discurso, una institución que le otorga legitimidad; en este caso, la universidad y sus títulos académicos garantizan ese reconocimiento. La academia se distingue por su sistematicidad metodológica, su diálogo con tradiciones teóricas acumuladas y sus mecanismos de validación intersubjetiva, lo que le confiere rigor y continuidad, aunque también puede derivar en rigidez o aislamiento cuando se desconecta de los problemas sociales.

Le puede interesar: Oralidad y conocimiento vivo

Sin embargo, la cultura académica contemporánea enfrenta tensiones profundas. La preocupación creciente por los indicadores de productividad —índice H, número de publicaciones, citaciones, rankings— ha transformado la construcción del conocimiento en una lógica métrica que responde más a dinámicas institucionales de poder que a la pertinencia social o al rigor intelectual. Foucault advirtió que el poder no solo prohíbe, sino que también produce verdades y normaliza prácticas; hoy, las métricas académicas operan como dispositivos de control que determinan qué investigaciones se financian, quiénes son reconocidos y qué saberes circulan. La especialización puede tornarse hermética cuando se aísla de los contextos sociales; la validación entre pares puede volverse endogámica cuando el reconocimiento se limita a circuitos cerrados; y la obsesión por ciertos modelos de investigación invisibiliza otros procesos colaborativos y de largo aliento que no se ajustan a los ritmos de la evaluación dominante.

La cultura educativa constituye el territorio donde nos formamos y compartimos conocimiento; la cultura académica, una de sus regiones más específicas. Reconocer esta relación implica asumir responsabilidades concretas. Para la universidad colombiana, mantener el rigor no debe traducirse en exclusión ni en la subordinación al mandato de los indicadores. Para los procesos educativos comunitarios, sostener la autonomía epistémica no significa aislarse del diálogo con las tradiciones teóricas que pueden enriquecer sus reflexiones.

Entonces, la pregunta por la cultura educativa no es solo conceptual: es también política. Interroga qué conocimientos se legitiman, quiénes tienen derecho a construirlos y bajo qué condiciones circulan. En un país marcado por la desigualdad estructural, estas decisiones configuran horizontes de posibilidad para millones de personas. Pensarlas críticamente constituye, quizás, una de las tareas más urgentes para quienes creemos que educar sigue siendo un acto de transformación.

Referencias

Benítez-Restrepo, M. (2020). Cultura académica y enseñanza-aprendizaje en educación superior. Revisión de literatura. Magis, Revista Internacional de Investigación en Educación, 13, 1-23. https://doi.org/10.11144/Javeriana.m13.caea

Bourdieu, P. (1984). Homo academicus. Éditions de Minuit.

Foucault, M. (1970). El orden del discurso. Tusquets Editores.

Freire, P. (1970). Pedagogía del oprimido. Siglo XXI Editores.

Santos, B. de S. (2024). Justicia entre saberes. Epistemologías del Sur contra el epistemicidio. Ediciones Morata.