viernes, 27 de junio de 2025 10:37

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Opinión

Habitar la otredad en el acto educativo

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Por: José Julián Ñáñez Rodríguez – director del Doctorado en Ciencias de la Educación de la UT y Alejandra Barrios Rivera – magíster en Educación.

El acto educativo constituye una experiencia de encuentro donde la alteridad se manifiesta como condición fundamental. Habitar la otredad no significa simplemente tolerar diferencias, sino reconocer que la identidad docente es una interpelación ética que trasciende los contenidos formales y se instala en el territorio del encuentro humano

En este sentido, la educación, comienza con el reconocimiento del rostro del otro como epifanía que convoca a la responsabilidad. Como afirma Lévinas “La relación con el Otro me cuestiona, me vacía de mí mismo y no cesa de vaciarme” (1974, p.56). Esta responsabilidad no recae exclusivamente en el docente, sino que configura un campo de reciprocidad donde cada sujeto es convocado a reconocer la humanidad del otro.

El reconocimiento del docente como un «otro» implica abandonar la concepción instrumental que lo reduce a mero transmisor de contenidos. Como sostiene Bárcena (2012), la educación no es fabricación sino acontecimiento, no es aplicación tecnológica sino experiencia de alteridad. En esta experiencia, los actores del acto educativo se constituyen como sujetos éticos en permanente construcción, nunca acabados, siempre abiertos a la transformación que provoca el encuentro.

Julio Cortázar, ya en 1939, lo advertía en su texto «Esencia y misión del maestro», ofreciéndonos una mirada que trasciende lo instrumental. Para él, el verdadero maestro no es quien transmite conocimientos acabados, sino quien «abre puertas a mundos posibles» desde su propia experiencia de alteridad.

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En el escenario educativo actual, esta concepción del docente como alteridad enfrenta tensiones significativas. Según Martínez (2020), el docente contemporáneo se encuentra en una encrucijada: por un lado, se le exige ser agente de transformación social y, por otro, se les somete a lógicas tecnocráticas que reducen su labor a la aplicación de protocolos estandarizados. Lo anterior, sumado a las problemáticas específicas de cada institución, configura un panorama donde la otredad del maestro se diluye en medio de exigencias contradictorias que fragmentan su identidad y erosionan el sentido profundo de su quehacer. Reconocer al docente como un «otro» implica, necesariamente, resistir estas presiones sistémicas para preservar el núcleo ético que define la relación pedagógica como encuentro genuino entre subjetividades.

Ver al docente como alteridad significa también reconocer su vulnerabilidad constitutiva. Como señala Mèlich (2014), «el maestro no es un superhéroe ni un técnico infalible, sino un ser finito y vulnerable que habita la tensión y la incertidumbre propias de toda relación humana auténtica» (p.124). Esta vulnerabilidad, lejos de ser debilidad, constituye la condición de posibilidad para una pedagogía del encuentro y el cuidado.

La escuela se configura entonces como espacio privilegiado donde la alteridad se manifiesta como experiencia radical que nos interpela éticamente. No hay pedagogía sin ese reconocimiento recíproco que nos constituye como sujetos en relación, como seres inacabados que se completan —siempre provisionalmente— en el encuentro con el otro.

Referencias

Bárcena, F. (2012). El aprendiz eterno. Filosofía, educación y el arte de vivir. Miño y Dávila.

Cortázar, J. (1939). «Esencia y misión del maestro». Revista de Educación.

Lévinas, E. (1974). De otro modo que ser, o más allá de la esencia. Sígueme.

Martínez Boom, A. (2020). Verdades y mentiras sobre la escuela. Aula de Humanidades.

Mèlich, J.C. (2014). La lógica de la crueldad. Herder Editorial.