Opinión

Estrés académico: La crisis silenciosa en nuestras aulas

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Por: Julián Ñañez Rodríguez 

El reciente caso de Catalina Gutiérrez, una residente de medicina de la Universidad Javeriana, ha puesto de relieve un tema que, aunque presente en nuestras instituciones educativas, a menudo pasa desapercibido: El estrés académico. Este incidente nos obliga a reflexionar sobre un problema que afecta a estudiantes de todas las disciplinas y niveles educativos, y que demanda nuestra atención urgente.

El panorama del estrés académico es alarmante y los datos lo confirman. Según Pascoe (2020), el 78% de los estudiantes menciona una carga de trabajo excesiva, el 65% siente presión por obtener buenas calificaciones y el 52% pone en evidencia la falta de tiempo libre. Estas cifras no son casos aislados. Los estudios realizados por Moscoso (2018) identifican que el 91.58% de estudiantes reportan estrés académico en diferentes grados.

La situación trasciende fronteras institucionales; por ejemplo, un estudio realizado en la Universidad de La Guajira en 2022 refleja que el 87% de los estudiantes han sufrido estrés académico. Lo anterior se relaciona estrechamente con lo encontrado por Olaya (2022) en su tesis doctoral de la Universidad del Tolima, donde evidencia situaciones de estrés e incluso normalización del maltrato en las residencias de Ginecología y Obstetricia.

Ante este escenario, es crucial preguntarnos: ¿Cuáles son los factores que influyen en este fenómeno? Salazar et al. (2022) arrojan luz sobre esta cuestión, identificando elementos que pueden reducir o aumentar el riesgo de estrés académico. Por un lado, realizar actividad física regularmente reduce el riesgo en un 22% y participar en actividades extracurriculares lo disminuye en un 25%. En contraposición, el uso de sustancias psicoactivas aumenta el riesgo en un 36%, el consumo de bebidas energéticas lo eleva en un 35% y tener una ocupación adicional al estudio lo incrementa en un 47%.

Sin embargo, el estrés académico no se limita a estos factores individuales. Pinto (2022) señala que se trata de una situación multicausal, asociada también a factores sociofamiliares, ambientales, afectivo-emocionales y cognitivos. En este contexto, es necesario resaltar el papel fundamental de las instituciones educativas, pues dentro de los factores ambientales, influyen directamente las condiciones de la institución, las circunstancias de las aulas, los servicios ofrecidos, el plan de estudios y la formación académica, entre otros aspectos. Es crucial comprender que estos factores ambientales, además de representar una de las principales causas de estrés, dependen directamente de las decisiones y políticas de las instituciones educativas.

La situación es más compleja y menos esporádica de lo que podría parecer a primera vista. Las consecuencias de esta problemática van más allá del rendimiento académico, afectando profundamente la salud mental de los estudiantes. De acuerdo con Salazar, el 38% de los estudiantes presentan riesgo de salud mental, una cifra alarmante que subraya la gravedad de la situación. Estas repercusiones no solo afectan la vida académica de nuestros estudiantes, sino que pueden llevar incluso a trágicas consecuencias, como las que hemos visto a nivel nacional y evidenciado a nivel local.

Frente a estos datos alarmantes, es evidente que el estrés académico no es un problema aislado, sino una crisis generalizada que requiere nuestra atención inmediata. Es imperativo que todos los actores del sistema educativo -instituciones, docentes, familias y los propios estudiantes- trabajemos en conjunto para abordar esta problemática.

Debemos implementar estrategias sistémicas que fomenten los factores protectores, como la actividad física y la participación en actividades extracurriculares, mientras que al mismo tiempo abordamos los factores de riesgo identificados. Las instituciones educativas, en particular, tienen la responsabilidad de revisar sus políticas y prácticas para asegurar que no estén contribuyendo involuntariamente al estrés de los estudiantes. Esto implica una revisión crítica de los planes de estudio, la mejora de las condiciones de las aulas, la provisión de servicios de apoyo adecuados y la creación de un ambiente que priorice el bienestar integral de los estudiantes.

En conclusión, el estrés académico es un desafío complejo que requiere soluciones multifacéticas. Solo a través de un esfuerzo coordinado y sostenido podremos garantizar que nuestras instituciones educativas sean espacios de crecimiento y desarrollo, donde los estudiantes puedan prosperar tanto académica como personalmente. Es hora de pasar de la preocupación a la acción concreta, reconociendo que la responsabilidad recae en todos nosotros, pero especialmente en las instituciones que tienen el poder de efectuar cambios significativos en el ambiente educativo.

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