Opinión
El desarraigo
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Por: José Julián Ñáñez Rodríguez – director del Doctorado en Ciencias de la Educación de la UT y Alejandra Barrios Rivera – magíster en Educación.
La palabra «tierra» deriva del latín «terra», que a su vez proviene de la raíz protoindoeuropea «*ters-«, que significa «secar» o «sentirse sediento». Esta etimología nos sugiere una profunda relación entre el ser humano y su territorio: la tierra no es solo el suelo que pisamos, sino aquello que nos sostiene y cuya ausencia nos deja sedientos de identidad, de pertenencia, de ser.
Esta relación profunda con la tierra se consolidó hace milenios, cuando la humanidad transitó del nomadismo al sedentarismo. Este cambio no solo representó una transformación en el modo de vida, sino que dio origen a las primeras comunidades estables, al surgimiento de las ciudades y, con ellas, a nuevas formas de identidad y pertenencia. La tierra se convirtió entonces en el fundamento no solo de la supervivencia física, sino de la existencia social y política del ser humano.
Ahora bien, si la tierra constituye una dimensión tan fundamental de nuestra existencia, ¿qué significa entonces perderla? ¿Qué implica ser arrancado del suelo que nos ha visto crecer, que ha modelado nuestra forma de ser y estar en el mundo? El destierro, como concepto filosófico y realidad histórica, encuentra uno de sus ejemplos más paradigmáticos en la figura de Sócrates. En el año 399 a.C., ante la disyuntiva entre el exilio y la muerte por cicuta, el filósofo ateniense elige esta última.
En el Critón, diálogo platónico fundamental para comprender esta decisión, Sócrates reflexiona sobre la importancia de la lealtad a las leyes de la polis y la imposibilidad moral de evitar su sentencia mediante la fuga. Para él, abandonar Atenas significaría traicionar no solo las leyes que lo habían nutrido y educado, sino los principios filosóficos que había defendido durante toda su vida. Su elección trasciende la mera preferencia por la muerte sobre el exilio; representa la comprensión de que el destierro significaría una muerte más profunda: la pérdida de su esencia como ciudadano y pensador de la polis.
Esta dimensión existencial del destierro que Sócrates intuyó encuentra una profunda resonancia en el pensamiento de Martin Heidegger. Para el filósofo alemán, el ser humano es fundamentalmente un «ser-en-el-mundo», concepto que trasciende la mera ocupación física de un espacio. Heidegger (1927) nos explica que este «ser-en» significa habitar, morar, estar familiarizado con un mundo de significados, relaciones y posibilidades. El mundo, en este sentido, no es la simple suma de objetos físicos que nos rodean, sino una red de significados y referencias que nos permiten comprender y dar sentido a nuestra existencia.
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Paradójicamente, mientras más ahondamos en esta conexión vital con nuestro entorno, el mundo contemporáneo nos impulsa hacia una existencia cada vez más desarraigada. Michel Serres (2015) observa cómo la tecnología ha transformado nuestra relación con el espacio: transitamos entre territorios reales y virtuales, entre presencias y ausencias, en un fluir constante que recuerda al antiguo nomadismo.
Del mismo modo, pensadores como Byung-Chul (2021) Han profundizado esta reflexión al señalar que la hiperconectividad digital nos ha convertido en habitantes de ninguna parte: estamos en todos lados pero sin pertenecer verdaderamente a ningún lugar. Sin embargo, esta condición contemporánea no elimina nuestra necesidad fundamental de arraigo. Al contrario, la tierra natal, la lengua materna, las primeras conexiones significativas, permanecen como anclas de identidad incluso en el mundo virtual (Serres, 2015).
Esta reflexión sobre el desarraigo contemporáneo nos recuerda que los movimientos migratorios y las guerras han sido constantes en la historia de la humanidad, transformando el destierro en una experiencia colectiva que atraviesa épocas y civilizaciones. Miles de seres humanos han cruzado fronteras, mares y desiertos; cargan no solo sus pertenencias materiales sino todo un universo simbólico que aumenta su peso con la distancia. En estos éxodos históricos, la búsqueda desesperada de un nuevo lugar para reconstituir el tejido de significados se convierte en el único horizonte posible; sin embargo, la violencia que impulsa estos desplazamientos deja cicatrices que el tiempo difícilmente logra borrar.
Colombia no es ajena a esta realidad; el Catatumbo, región que desde hace décadas no conoce el significado de la paz, encarna una de las expresiones más crudas del destierro contemporáneo. Sus comunidades campesinas y pueblos indígenas sufren el flagelo de una guerra que los obliga a huir, dejando atrás no solo su tierra sino los cuerpos de sus seres queridos, que ni siquiera pueden enterrar. Muchos emprenden el éxodo con heridas físicas y psicológicas que tal vez nunca sanarán, cargando el peso de los ausentes, de los desaparecidos, de una vida que fue arrancada de raíz. Sus tradiciones, sus vínculos comunitarios, sus formas de habitar y comprender el mundo quedan reducidos a memoria y nostalgia. El desplazamiento forzado se convierte así en la forma más profunda de desarraigo, pues ni siquiera permite ese último consuelo de la despedida.
Quizás por eso – y por muchas otras razones que escapan las líneas de esta columna – por esa etimología primigenia que vincula la tierra con la sed, el destierro emerge como una de las experiencias más devastadoras que puede sufrir el ser humano. Ya sea en la Antigua Grecia, donde Sócrates prefirió la cicuta al exilio, o en el Catatumbo contemporáneo, donde comunidades enteras son arrancadas violentamente de sus territorios, el destierro siempre significa lo mismo: una sed perpetua, una búsqueda interminable de ese lugar donde el ser encuentra su plenitud. Y es que, al final, todo desterrado carga consigo no solo la memoria de lo perdido, sino la certeza de que hay muertes más profundas que la muerte misma.
Referencias
Han, B.-C. (2021). No-cosas: Quiebras del mundo de hoy (R. Gabás, Trad.). Taurus.
Heidegger, M. (2003). Ser y tiempo (J. E. Rivera, Trad.). Editorial Trotta. (Obra original publicada en 1927)
Lévy, P. (2007). Cibercultura: Informe al Consejo de Europa (B. Campillo, Trad.). Anthropos Editorial.
Platón. (2003). Diálogos I: Critón (J. Calonge Ruiz, Trad.). Editorial Gredos.
Serres, M. (2015). Pulgarcita: El mundo cambió tanto que los jóvenes deben reinventar todo (V. Waksman, Trad.). Fondo de Cultura Económica