Opinión
La Muerte: ¿Un tránsito o un final?
Por: José Julián Ñáñez Rodríguez – director del Doctorado en Ciencias de la Educación de la UT y Alejandra Barrios Rivera – magíster en Educación.
A raíz de las celebraciones de finales de octubre y principios de noviembre en diversos países -Halloween, día de todos los santos, día de muertos- es preciso que reflexionemos entorno a la muerte, ese misterio insondable que ha cautivado el pensamiento humano desde sus albores, continúa siendo el gran enigma de nuestra existencia. A lo largo de los siglos, diferentes pensadores han intentado desentrañar su significado y su impacto en nuestra comprensión de la vida.
En primera instancia, debemos remontarnos a los antiguos griegos, arquitectos fundamentales del pensamiento occidental. Así pues, encontramos a Platón, quien concibió la muerte como un retorno al mundo de las Ideas, ese plano superior donde reside la verdadera realidad. Para este filósofo, el alma, inmortal por naturaleza, se libera finalmente de su prisión corpórea para regresar a su origen divino. Sin embargo, en marcado contraste con su maestro, su discípulo Aristóteles, desde una perspectiva más materialista, sostenía que no hay nada después de la muerte, pues el alma, como forma del cuerpo, perece junto con este.
Posteriormente, con el advenimiento del cristianismo, se marca un punto de inflexión fundamental. En efecto, el Evangelio de Juan nos recuerda que «estamos en el mundo, pero no somos del mundo», sugiriendo una dimensión trascendente de nuestra existencia que supera lo meramente terrenal. Esta visión, junto con la promesa de la resurrección y la vida eterna, transformó radicalmente la comprensión occidental de la muerte, ofreciendo no solo una respuesta al enigma de la muerte, sino también al anhelo humano de trascendencia y resurrección.
Avanzando en el tiempo, nos encontramos con Nietzsche, quien nos advierte que «el peor de los males es la esperanza», criticando así la tendencia humana a refugiarse en promesas de inmortalidad que nos alejan de la vida presente. En consonancia con este pensamiento, Heidegger introduce el concepto del «ser-para-la-muerte», estableciendo una distinción crucial entre quienes viven auténticamente, conscientes de su mortalidad, y quienes viven inauténticamente, evadiendo esta realidad fundamental.
Por otra parte, Miguel de Unamuno, en «El sentimiento trágico de la vida», explora con profunda intensidad la angustia existencial que surge de nuestra consciencia de la muerte y nuestro deseo de inmortalidad. De manera similar, aunque con un tono más pesimista, Emil Cioran, en «El inconveniente de haber nacido», profundiza en el absurdo de la existencia frente a la inevitabilidad de la muerte.
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En una línea más contemporánea, Jacques Derrida, desde la deconstrucción, sostiene que no hay un «después», cuestionando así todas las narrativas metafísicas sobre la muerte y la trascendencia.
En este recorrido, podemos distinguir dos grandes enfoques en la comprensión de la muerte que han marcado el pensamiento occidental hasta nuestros días. Por un lado, encontramos una visión esperanzadora, representada inicialmente por Platón y posteriormente abrazada por el cristianismo, que concibe dicho acto como un tránsito hacia una existencia superior o diferente, ofreciendo consuelo ante la finitud humana.
Por otro lado, se desarrolla una perspectiva más escéptica y materialista, inaugurada por Aristóteles y continuada por pensadores como Nietzsche y Cioran, que entiende la muerte como el fin definitivo de la existencia individual, una postura que no solo influiría en numerosos pensadores posteriores, sino que encontraría respaldo en la concepción científica moderna, con su énfasis en lo observable y mensurable.
Esta tensión entre ambas concepciones, entre lo trascendente y lo material, entre la esperanza y el escepticismo, continúa alimentando el debate filosófico contemporáneo sobre el sentido de la muerte y su relación con la vida. Ambas posturas, nos ofrecen perspectivas valiosas para comprender y afrontar la muerte; mientras la visión trascendente nos brinda consuelo y esperanza ante este misterio inevitable, la perspectiva materialista nos invita a una confrontación directa con nuestra condición mortal. En última instancia, quizás la sabiduría no radique en adherirse dogmáticamente a una u otra postura, sino en comprender que ambas enriquecen nuestra reflexión sobre la existencia y su sentido último.
Ahora bien, la conciencia de nuestra mortalidad debería ser el catalizador de una vida más plena y auténtica. Así, la muerte no solo es el horizonte que da sentido a nuestra existencia, sino también el espejo que refleja la trascendencia de nuestros actos. Cada decisión, cada gesto, cada palabra cobra un significado especial cuando comprendemos que nuestro tiempo es finito.
Como bellamente lo expresó Jorge Luis Borges: «La vida tiene sentido porque morimos y solo viviendo y muriendo nos hacemos inmortales». Esta paradoja fundamental nos recuerda que es precisamente nuestra finitud la que dota de significado a nuestra existencia, y que la verdadera inmortalidad se alcanza no evadiendo la muerte, sino viviendo plenamente conscientes de ella.