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Grooming en Colombia: un crimen sin nombre, sin cifras y sin justicia

La prevención comienza en casa. La educación digital, el control parental y la conciencia colectiva son fundamentales, pero no suficientes. Es urgente una legislación que nombre el delito, lo mida y lo combata con herramientas jurídicas adecuadas.
El grooming es una forma de violencia digital que crece silenciosamente en Colombia, afectando a niñas, niños y adolescentes que son contactados por adultos a través de redes sociales, videojuegos o plataformas de mensajería. Detrás de perfiles falsos, los agresores construyen relaciones de confianza con fines de manipulación sexual.
Una reciente investigación del Politécnico Grancolombiano, titulada “Grooming, otra pandemia que enfrentaron los hogares colombianos durante el 2020” y liderada por la docente Tatiana Dulima Zabala, ha logrado visibilizar la gravedad de este fenómeno y los vacíos legales que impiden su abordaje efectivo. El estudio, desarrollado con estudiantes del programa de Derecho (incluyendo policías en ejercicio), ofrece un análisis profundo del rezago normativo frente a los riesgos digitales.
La investigación evidencia cómo la falta de una tipificación clara del grooming como delito autónomo limita la capacidad del sistema judicial para prevenir, identificar y sancionar estas conductas. En un entorno digital que evoluciona constantemente, el país aún no cuenta con las herramientas legales necesarias para proteger a su población más vulnerable: los niños.
Un delito que existe, pero no se puede contar
En Colombia, el grooming no está tipificado en el Código Penal. Esto significa que, aunque exista, no hay una categoría legal que lo nombre, lo mida o lo persiga directamente. La consecuencia inmediata: no hay cifras, y sin cifras, no hay políticas públicas que permitan dimensionar su impacto, definir estrategias de prevención o identificar las zonas más afectadas.
Lo que sí se sabe es que el grooming opera bajo una lógica de manipulación. Un adulto se hace pasar por menor de edad, crea lazos emocionales con la víctima, gana su confianza y la aísla de su entorno. Una vez establecido ese vínculo, empiezan las solicitudes de contenido íntimo, el chantaje y el miedo. En muchos casos, el abuso se concreta sin que haya un solo contacto físico.
«Este delito no solo vulnera la privacidad de los menores, sino que los marca emocional y psicológicamente. Los vuelve retraídos, ansiosos, temerosos. Y lo peor es que muchas veces ni siquiera saben que están siendo víctimas», señala la docente Zabala, cuya investigación se basó en análisis documental y revisión de casos.
Mientras países como Argentina, México y Perú han incorporado el grooming dentro de sus normativas sobre delitos sexuales o de protección de datos, Colombia sigue tratando estos casos como extorsión, acoso o actos sexuales abusivos. Esta falta de precisión obliga a la Fiscalía a hacer verdaderos malabares jurídicos para sancionar a los agresores.
Además, la ley que regula los delitos informáticos en Colombia (Ley 1273 de 2009) no contempla ninguna figura que se asemeje al grooming, lo que deja sin herramientas claras a jueces y fiscales. «Cada caso se convierte en un rompecabezas legal donde lo urgente se diluye entre vacíos normativos», advierte la investigadora del Politécnico Grancolombiano.
Entonces, ¿qué debemos hacer?
No es normal que un niño de 10 años tenga acceso irrestricto a Internet. No es normal que un adolescente reciba mensajes sexuales sin que nadie lo note. Y no es normal que una foto inocente publicada en redes sociales pueda ser manipulada con inteligencia artificial y termine en la dark web, convertida en pornografía sin que sus padres se enteren.
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Más allá del marco legal, el estudio plantea que el primer frente de defensa está en la educación. No se trata solo de explicarle a niños y adolescentes que no deben hablar con desconocidos en redes sociales, se trata de generar una cultura de rechazo al grooming, una conciencia colectiva que permita reconocer los signos de alarma y actuar a tiempo.
Hablar abiertamente con niños y adolescentes sobre el uso responsable de internet, fomentar la confianza para que cuenten si algo los incomoda y enseñarles a identificar comportamientos sospechosos, son medidas clave. Los adultos deben dejar de temerle al control parental, porque no se trata de invadir la privacidad, sino de garantizar seguridad. Existen aplicaciones que permiten monitorear el tiempo de pantalla, bloquear contenidos inapropiados y restringir chats con desconocidos. También es útil establecer horarios de conexión, crear acuerdos familiares sobre el uso de la tecnología y participar activamente en los mundos digitales de sus hijos, así como lo hacen en los físicos.
Otra acción poderosa es educarse como adultos. No todos los padres crecieron con internet, pero eso no los exime de entender cómo funciona. Conocer las plataformas que usan sus hijos, saber cómo configurar la privacidad y reconocer los riesgos del entorno virtual puede marcar la diferencia entre la prevención y la tragedia. Porque cuando las familias están informadas, atentas y comprometidas, el grooming lo tiene mucho más difícil para esconderse.
La investigación liderada por la docente Tatiana Dulima Zabala deja una conclusión tan clara como incómoda: proteger a la infancia digital no puede seguir siendo un esfuerzo individual de familias aisladas, hace falta una política nacional de verdad, una ley que nombre las cosas por su nombre y un compromiso social que entienda que este tipo de delitos no se resuelven con silencio. Porque mientras no se actúe, el grooming seguirá haciendo lo que mejor sabe hacer, ocultarse.