Opinión

El costo de la verdad en la era postmoderna

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Por: José Julián Ñáñez Rodríguez – director del Doctorado en Ciencias de la Educación de la UT y Alejandra Barrios Rivera – magíster en Educación.

En el complejo paisaje social contemporáneo, la noción de verdad ha experimentado una metamorfosis tan profunda como inquietante. La era postmoderna, caracterizada por la multiplicidad de narrativas y la fragmentación del conocimiento, ha dado lugar a la post-verdad; una condición donde la veracidad ha perdido relevancia frente a la emotividad, la masificación y la capacidad de difusión. Nos encontramos ante un escenario donde la razón misma ha sido mercantilizada y el valor del conocimiento ya no reside en su correspondencia con la realidad, sino en su potencial como producto de consumo masivo.

El tránsito hacia la postmodernidad ha transformado el conocimiento en mercancía. Este proceso, analizado por Lyotard (1987) en «La condición postmoderna», refleja cómo el saber ha dejado de valorarse por su contribución a la emancipación humana para convertirse en un bien transaccional. La legitimidad del conocimiento ya no se fundamenta en criterios epistémicos rigurosos, sino en su capacidad para circular y generar adhesiones. En todo caso, el juicio sobre una idea no depende de su solidez argumentativa, sino de métricas propias del mercado: alcance, impacto y consumo.

Esta mercantilización conlleva una transformación radical en la producción del discurso. Los enunciados abandonan su pretensión de verdad para adoptar características de productos; deben ser atractivos, de fácil digestión y, sobre todo, viralizables. Como señala Han (2014): La información corre sin crear sentido. Es precisamente esta ausencia de sentido lo que acelera su circulación. En consecuencia, el pensamiento complejo se ve desplazado por formulaciones simplificadas que, aunque carecen de profundidad, poseen un alto potencial de transmisión.

La noción kantiana del uso público de la razón —piedra angular del proyecto ilustrado— contemplaba un espacio donde el intercambio de argumentos conduciría hacia un refinamiento del conocimiento y una mejora social. Como señalaba Kant, el uso público de la razón requiere libertad, pero también responsabilidad y compromiso con la búsqueda de la verdad. Sin embargo, este ideal se ha visto severamente comprometido en nuestra época. Actualmente, el espacio público no funciona como aquel ágora donde las ideas se someten a escrutinio racional, sino como un mercado donde compiten por atención. En este contexto, incluso el conocimiento científico validado termina relativizado, no por la emergencia de evidencias contrarias, sino por la simple existencia de narrativas alternativas con mayor poder de difusión.

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En este panorama de relativismo selectivo, el ejercicio del pensamiento crítico ha adquirido un carácter paradójicamente subversivo. Quien cuestiona se encuentra frecuentemente etiquetado como relativista extremo o como un arrogante incapaz de respetar «otras verdades». La perspectiva falibilista de Popper (1994) resulta particularmente iluminadora: «puede que tú tengas la razón y yo esté equivocado, o yo tenga la razón y tú estés equivocado, o los dos estemos equivocados» (p. 56). Esta postura, lejos de conducir al relativismo, establece las bases para un diálogo genuino. El valor del planteamiento popperiano radica precisamente en que mantiene vivo el espíritu crítico sin caer en el dogmatismo ni en el «todo vale». Sin embargo, este principio fundamental ha sido desplazado por una doble tendencia: la certeza incuestionable en las convicciones propias y la descalificación automática de quien se atreve a cuestionar.

El resultado es un empobrecimiento del debate público, donde el crítico —figura esencial del avance del conocimiento— aparece ahora como un orate o un elitista desconectado de las «verdades del pueblo». En este escenario, emerge un fenómeno particularmente inquietante: la masificación como criterio de verdad. Lo que se repite con suficiente frecuencia adquiere, por el mero hecho de su difusión, un estatus de verosimilitud que no necesita contrastación, la «verdad» por masificación es simplemente aquella que logra mayor visibilidad.

Las redes sociales han potenciado este fenómeno al crear ecosistemas donde la información circula en cámaras de eco que refuerzan creencias preexistentes. Bauman (2003) caracteriza este proceso señalando que en un mundo de ‘modernidad líquida’, las certezas se diluyen y reconstruyen constantemente, no en función de su correspondencia con la realidad, sino de su capacidad para generar comunidades temporales de creyentes.

Frente a este panorama, la recuperación del valor de la verdad como aspiración colectiva no implica regresar a concepciones ingenuas de objetividad absoluta, sino recuperar la idea de la verdad como horizonte regulativo del diálogo público. Esto requiere una reconstrucción de los espacios de deliberación donde el criterio de validación no sea la capacidad de viralización, sino la solidez argumentativa. En última instancia, no se trata de restaurar verdades dogmáticas, sino de preservar el valor del cuestionamiento crítico en sí mismo. Si la democracia se fundamenta en la capacidad de los ciudadanos para deliberar racionalmente sobre los asuntos públicos, la erosión de un espacio común de hechos compartidos amenaza sus bases más profundas.

Referencias

Bauman, Z. (2003). Modernidad líquida. Fondo de Cultura Económica.

Han, B-C. (2014). En el enjambre. Herder.

Kant, I. (1784/2013). ¿Qué es la Ilustración?. Alianza Editorial.

Lyotard, J-F. (1987). La condición postmoderna: Informe sobre el saber. Cátedra.

Popper, K. (1994). En busca de un mundo mejor. Paidós.

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