Opinión
El atentado contra Miguel Uribe: un disparo a la democracia colombiana

Por: Mauricio Gutiérrez
La tentativa de magnicidio contra el senador Miguel Uribe, en la localidad de Fontibón, no puede ser reducido a hechos aislados ni interpretarse como un delito común. El menor de edad que participó en el atentado no es solo una muestra de la profunda descomposición social, sino que expone la instrumentalización de la niñez en redes de violencia política. Más allá de la agresión individual, este episodio representa una afrenta a las bases mismas del Estado constitucional de derecho; una amenaza gravísima a la garantía fundamental del derecho a la vida, cuyo goce pleno debe ser asegurado por todas las autoridades.
No hay, desde una perspectiva jurídica y garantista, una lesión mayor. También, desde la misma perspectiva, la garantía del derecho a la participación política libre, activa y sin coacción, es la más lesiva. Mientras haya líderes perseguidos, intimidados o criminalizados por sus posiciones ideológicas, simplemente la democracia no existe. No alcanza con votar, la democracia es también el derecho a pensar distinto, a disentir y competir por el poder en condiciones materiales de seguridad y respeto.
Independientemente de eso, la reacción del gobierno nacional, si bien es formalmente diligente, ha carecido de una reflexión profunda sobre sus propias responsabilidades preventivas. La condena al hecho, sin la consideración de las condiciones contextuales y estructurales concretas que lo posibilitan, permite una condena débil. La narrativa oficial, en ocasiones marcada por la confrontación y la deslegitimación de su contradictor, tiende a debilitar la garantía institucional de la igualdad política. La erosión de la dignidad del otro compromete la viabilidad del pacto democrático. El lenguaje estigmatizante no es inocuo; en un clima de polarización, puede ser germen de violencias que podrían haber sido evitadas.
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La omisión del Estado respecto de la implementación de medidas eficaces de protección a líderes políticos con elevado grado de exposición es grave, es una malversación de los deberes de garantía. El Estado ha infringido una obligación positiva, o de medio, que implica la obligación de prevenir las lesiones previsibles de orden constitucional, y de proteger la integridad de quienes ejercen funciones públicas, sin importar su naturaleza o discurso. La falta de una medida eficaz para la anticipación del riesgo previsible, y para pagar y anular el riesgo, da fundamento comprometido a la responsabilidad estatal en sede nacional e internacional.
La investigación de este atentado no se agota con la identificación del autor material. El país requiere conocer la verdad sobre eventuales redes de apoyo existentes, estructuras de motivación y actores definitorios. Esta garantía procesal no es un privilegio: es condición esencial de un Estado orientado al principio de legalidad. La confianza ciudadana en la justicia requiere actuaciones autónomas, técnicas, independientes y especialmente alejadas de toda ponderación política. La transparencia, en estos casos, no es una opción; es un mandato constitucional.
La respuesta de la comunidad internacional ha sido proporcional al hecho. Múltiples gobiernos y organizaciones han expresado preocupación por el uso de violencia en contra de dirigentes políticos. Empero, más allá de estas palabras, la principal responsabilidad recae en el Estado colombiano, que debe evidenciar capacidad institucional para asegurar a sus ciudadanos y reinstaurar equilibrios democráticos. Las garantías a la vida, a la seguridad personal y a la integridad política no se negocian. Se protegen. Sin excusas ni postergaciones.
Como abogado, defensor de los derechos humanos, sostengo con plena convicción que el atentado en contra de Miguel Uribe no es una barbarie individual; es el reflejo del colapso de las garantías institucionales para la práctica de la oposición. Lo que está en juego no es únicamente la vida de un senador, es la continuidad del pacto democrático que legitima el Estado. Colombia no puede permitir que el miedo, la estigmatización y la omisión se vuelvan tradición. La democracia no se defiende con discursos, se protege con acciones concretas, con garantías reales, con justicia visible. En su defecto, el silencio también es cómplice. Y la historia no absuelve a los cómplices.