Opinión

Buscando visa para un sueño… un presidente sin brújula

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Por: Juan Esteban Espinel Díaz

La reciente descertificación de Colombia por parte de Estados Unidos y la revocatoria de la visa al presidente Gustavo Petro no son hechos aislados ni accidentes diplomáticos. Son, más bien, síntomas de una enfermedad más profunda: el extravío de un gobierno que, en lugar de construir puentes, se empeña en dinamitar los que lo sostienen.

Petro llegó al poder con el ropaje de redentor, prometiendo que Colombia sería faro de cambio y ejemplo para la región. Pero en el escenario internacional, su luz no ha sido más que una llama titubeante que genera más humo que claridad. Lo que debería ser una política exterior seria y estratégica, se ha convertido en un improvisado teatro de arengas, donde el presidente confunde la tribuna global con una plaza pública.

La descertificación de Estados Unidos golpea no solo al gobierno sino a una nación entera, pues destruye la confianza internacional en Colombia, esa confianza que costó décadas reconstruir tras la oscura sombra del narcotráfico y la violencia. En lugar de actuar como un estadista que entiende la delicadeza de las relaciones diplomáticas, Petro parece un timonel que, enceguecido por su propia retórica, conduce la nave estatal hacia arrecifes previsibles.

La revocatoria de su visa, por otra parte, es un gesto simbólico que rebasa lo personal. No se trata solo de una humillación al hombre Petro, sino de un mensaje directo al país: Colombia pierde interlocución y credibilidad con el principal socio político, económico y militar de su historia reciente. El presidente, que debería ser puente, se convierte en muro. El líder que prometió abrir horizontes, ahora encierra al país en la estrechez de su propio aislamiento.

Colombia se asemeja hoy a un barco en alta mar, con velas desgarradas por la tormenta y con un capitán que, en lugar de corregir el rumbo, dedica sus energías a discutir con los astros, convencido de que el cielo es culpable de la deriva. La tripulación —los colombianos— observa con zozobra cómo, cada discurso incendiario y cada afrenta diplomática nos acercan a la deriva de la irrelevancia.

El problema no es la confrontación ideológica —necesaria y legítima en cualquier democracia—, sino la arrogancia de creer que un país puede desligarse del mundo a punta de discursos inflamados. La diplomacia no es un púlpito; es un delicado ajedrez donde cada movimiento, mal calculado, puede costar décadas de prestigio y confianza.

Petro parece olvidar que los presidentes son pasajeros temporales de la historia, pero las naciones cargan con las cicatrices de sus errores. La descertificación y la revocatoria de la visa no son meros tropiezos: son campanadas que anuncian el deterioro de la imagen de Colombia en el concierto internacional.

Hoy, más que nunca, se requiere un timonel sereno, un capitán capaz de reconocer que navegar exige algo más que voluntad: exige brújula, experiencia y humildad. Lamentablemente, Petro parece haber perdido las tres.

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