Opinión

Aborto no es homicidio

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 Por Carlos Andrés Jurado Vásquez

Twitter: @Soyjurado

El aborto es legal en casos de excepción porque no es homicidio. Y si no lo es, no existe razón para que sea penalizado en otros casos.

Si abortar fuera homicidio se tendría que exigir a una niña víctima de violación que lleve a término su embarazo, aun a riesgo de su propia muerte, dado que su cuerpo no está preparado para asumirlo. Sin embargo, la Ley no se lo exige. Le permite abortar, porque su vida  prevalece frente a la del embrión o feto. Es decir, para la Ley este último no es equiparable a la niña que lo gesta, y, por tanto, a ningún niño.

Prueba de ello es que la pena por abortar es sustancialmente menor a la de un homicidio. Si abortar fuera homicidio, quien aborte tendría que compartir celda con quien decidió acabar con la vida de una persona. ¿Sería justo? ¿Hace sentido que se le trate igual?

Al reconocer excepciones en las que abortar se permite, la Ley reconoce que embrión y bebé no son sinónimos.  Siendo así, ante la Ley, se asoman tan válidas las razones que tiene la víctima de violación para interrumpir un embarazo, como las de cualquier otra mujer, de cualquier edad, que por el motivo que sea,  simplemente no desea, no quiere, no anhela, no le interesa, no le hace ilusión… no le nace, o le hace daño,  gestar o parir. Si en el caso de la niña prima su vida, en el de una adulta primará también la suya: su proyecto de vida y su cuerpo, personales e intransferibles.

Pero, más allá de la Ley, ¿qué dice la biología? ¿Un embrión es equiparable con un ser humano? Les guste o no a los cristianos, la equivalencia entre embrión y persona ya nacida es científicamente inadmisible. Un embrión no es un bebé. Tal equivalencia es una convención social subjetiva que depende de la perspectiva de la gestante. Cuando esta decide —quiere—, el embrión se convierte en su hijo, adquiere una identidad y hasta un nombre antes de nacer. Esta decisión es de la mujer que lo gesta y lo percibe así. Es su hijo porque así lo siente y decide.

Para quien no anhela el embarazo, en cambio, la percepción es totalmente diferente. La niña, adolescente o adulta que no desea dar a luz no siente al embrión como su hijo. No se ve como madre,  y eso no la convierte en buena,  ni mala, mejor, ni peor que quien sí desea serlo. Simplemente no quiere, por razones tan diversas como válidas, entre las cuales se encuentra una violación, una enfermedad que ponga en riesgo su vida,  evitarle sufrimiento a un futuro niño con graves malformaciones, pero también el deseo de no traer uno a la pobreza,  un método anticonceptivo que falló, o el no haberlo usado por circunstancias que van desde la ignorancia, hasta la presión o amenaza de su pareja.

Ocurrido el embarazo, la gestante debe enfrentar un dilema ético, ante lo cual tiene tres opciones: convertirse en madre, dar en adopción o no parir. Ninguna debe ser impuesta, sino resultado de su propia convicción; de su fuero interior.

No existe una respuesta uniforme, ni una fórmula al respecto; ni debe existir. Cada mujer sabrá o encontrará la forma de saber qué hacer.  Nadie más, en todo caso —ni otras mujeres, ni el cura, ni la juez, ni el médico,  ni el dueño del espermatozoide (sea violador, levante, amante, novio o marido), ni el Estado— deben meterse, salvo para acompañar esa decisión, cualquiera que sea, pues nadie va a gestar ni a parir por ella; ni a prestar su cuerpo, salud e integridad emocional para tal fin.

«¿Y el bebé?», dirán los cristianos. No hay bebé —responderá el phd en química y experto en biología molecular Alberto Kornblihtt— sino un embrión, concepto en absoluto distinto, cuya existencia depende enteramente del organismo de la gestante, como cualquiera de sus órganos. Por tanto, mientras el embrión no esté en condiciones de sobrevivir fuera del útero, ella decide.

«Pero está vivo», —dirá el cristiano—. Vivas están todas las células, pero no por ello son personas —responderá el Biólogo—, incluyendo las células de la placenta, que, por cierto, está viva cuando se desecha, pese a tener el mismo tipo de células del embrión. Vivos están los órganos, los espermatozoides y los óvulos; no por ello descartarlos es genocidio.  Una cosa es cuándo comienza la vida y otra cuándo comienza la vida humana.

¿Y cuándo comienza la vida humana? Para la mujer que anhela su embarazo o para el creyente esto será en la concepción. Para la biología, en cambio,  no hay vida humana, sino vida en diferentes etapas de desarrollo: la del espermatozoide, la del óvulo, la del embrión, la del feto, la de una placenta, un riñón, un perro, un gato, una vaca convertida en bistec o una hormiga antes de ser espichada con un dedo. Todos están vivos, pero de forma distinta. La vida de embrión y gestante están tan íntimamente ligadas que, a la luz de la ciencia, son una sola: la de ella.

«¿Y para Dios?» —dirá el cristiano, mientras come un trozo de carne de un ser ya nacido, irónicamente mucho más desarrollado que el embrión que tanto defiende—. Pregúntele a María —le diré yo—; la niña que de haber existido tendría unos doce años cuando una paloma la visitó. ¿Acaso Dios le preguntó si quería?

Es noviembre de 2021 y esta vez será la Corte Constitucional la que decida. Ojalá sea la última vez que alguien decida por ellas.

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